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Diego Santamaría

CUESTIÓN DE HÁBITAT

El estallido social que está viviendo Colombia evidencia el enorme grosor y profundidad de las grietas que dividen socialmente al país. Si bien la movilización ha sido masiva y podría decirse que representa el clamor de un país, estas grietas separan ferozmente a los habitantes movilizados, los afines a las políticas del gobierno, las comunidades organizadas, la fuerza pública y hasta a los desinteresados. Si algo hemos aprendido de los conflictos es que la base para conseguir su resolución pasa por la construcción de un diálogo en el que todos los afectados tengan una representación. La agitación política que dejó el plebiscito derivado de los Acuerdos de Paz logrados en la Habana en 2016, mantiene vigorosa la disputa del partido de gobierno y su representación de valores conservadores e intereses privados, contra la sociedad civil perteneciente a las clases más bajas, empobrecida por el fuerte impacto de la pandemia y damnificada por la invariable ausencia de políticas sociales con las que se ha gobernado. La sobrecocción de estos ingredientes provocó la olla a presión en estallido que ha sacado a relucir debates históricos que pueden ilustrar este componente de desigualdad sostenido en el tiempo. Una de las características más importantes de este momento histórico para la nación parece que en la disputa de los discursos se evidencia la ruptura de un cristal que ha recubierto el lenguaje con el que nos comunicamos entre nosotros, una especie de papel que envuelve las verdaderas intenciones, la eufemística disposición de palabra que impusieron en la educación primaria con ideas en manuales de persona como la urbanidad de Carreño o las clases de ética cuyo norte era la construcción de un ciudadano prudente, protocolario, respetuoso de la indiscutibilidad de las autoridades y símbolos protectores de los valores conservadores. El lenguaje se transforma con la sensación, se adentra en palabras con temperaturas más altas ante la rabia y la intensidad con que el sistema nervioso se agita para buscarle al otro el punto débil, para insultarle, para sacarle a la luz una mancha que no se borra, para relacionarlo con algo que lo deshumanice y muestre a los otros la urgencia de rechazarlo.

La movilización social ha contado siempre con la representación de los pueblos indígenas reunidos en la Minga. Su participación en estas protestas mostró una vez más la subestimación que algunos sectores de la sociedad siente por ellos con gestos que se han convertido en hechos noticiosos sumados al permanente abandono estatal que han vivido denunciando por generaciones. Ante la llegada de los indígenas a la ciudad de Cali, La doctora Juliana Rojas escribió en un grupo de whatsapp que comparte con sus colegas: “Aquí más de uno se puede ‘delicar’, pero dan ganas que vengan las autodefensas y acaben literalmente con unos 1000 indios así poquito nada más para que entiendan. Yo supiera donde tengo que dar plata para que eso pase allá voy volando, si alguien sabe me avisa”. Durante varias jornadas del Paro Nacional, los indígenas recibieron disparos por parte de civiles en los barrios de clase alta en Cali. La vicepresidenta dijo que sostener la minga en esa ciudad costaba mil millones de pesos diarios, que quién los financiaba y qué actividad era tan rentable, sugiriendo lateralmente apoyos de narcotraficantes (los villanos de esta época de la historia). El mismo presidente de la república les pidió a los miembros de la guardia indígena volver a sus resguardos, a los que algún congresista llamó “hábitats”, días después de haber sido señalada su bandera como del ELN por el expresidente Álvaro Uribe. En la emisión principal de noticias Caracol escribieron como titular “Enfrentamientos entre indígenas y ciudadanos” no solo igualando la disputa entre armados y desarmados sino, por contraposición, excluyendo a los indígenas de la categoría de ciudadanos.

En el establecimiento de las narrativas para la disputa de los discursos se busca deslegitimar al contrario mostrándole abominable y peligroso para con los ideales que se “deben” defender, la construcción de ese enemigo resulta fundamental para la implementación de una dinámica discursiva del odio y su sostenimiento. Casi como un reflejo, los seres humanos nos ofendemos entre nosotros comparándonos con animales, con cosas, con monstruosidades, buscando conceptos diferenciadores que saquen al otro del colectivo con el que nos referimos a lo humano. La deshumanización es uno de los procesos más recurrentes a los que se llega para desvirtuar al otro. El ataque busca arrebatarle al ofendido el lugar con el que se dignifica dentro de la humanidad. Desconocerle a alguien sus atributos humanos basándose en su diferencia respecto al que se siente dominante bloquea sus dimensiones sociales y lo invalida en el mundo, justificando el odio que recaerá sobre él debido a su diferencia. Sacándolo del plano personal, la sistematización y aplicación de esta práctica desde y sobre comunidades o grupos de personas específicos es la motivación que ha justificado el asesinato, el genocidio y el exterminio. Los procesos de deshumanización están íntimamente relacionados con los sistemas de dominación y poder y con la manipulación de la cultura de masas. En general los sistemas autoritarios de poder contienen procesos de deshumanización de las personas a ser dominadas. Los indígenas han estado sometidos a la deshumanización desde la conquista, el “descubrimiento de américa” desde sus propias palabras ya los invisibiliza, se ha entendido que en 1492 llegó a ellos la civilización y luego de una cruel e inhumana mortandad se convino que a los sobrevivientes se les enseñaría a ser humanos. Para justificar la autoridad, este discurso fue instalado en lo profundo de la razón humana que se transmite a través de la correcta educación, porque aquel dominante que deshumaniza está profundamente convencido que está en su poder y obligación acercarse a “lo bueno”, proteger lo correcto y evitar el peligroso salvaje para sobrevivir. Como un algoritmo encargado de profundizar esas creencias, estos acontecimientos en el paro nacional nos muestran el permanente auge de discursos deshumanizadores en Latinoamérica que se han enconado mientras que, a costa de la descomposición de los derechos humanos, se niega de dientes para afuera.

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